martes, marzo 07, 2006

LA CENTRALIDAD DEL REINO EN LA PRAXIS DE JESÚS

LA CENTRALIDAD DEL REINO DE DIOS
EN LA VIDA DE JESÚS DE NAZARETH


En la reflexión teológica moderna el tema de la cristología ha tomado un puesto importante. Y en ella se ha querido recuperar la figura del Jesús histórico con el fin de entender mejor a Jesús-Cristo. Introducirnos en ele Studio del Jesús Histórico nos muestra una realidad la vida de Jesús fue una vida des-centrada y centrada alrededor de algo distinto de sí mismo”[1]. A ésto central que nos ubica en perspectiva de entender mejor la totalidad de la vida de Jesús de Nazaret se le llama Reino de Dios. Este es el eje central en la vida de Jesús como una realidad dual. El Reino y Dios están en una relación intrínseca. Ambas cosas son una misma realidad en la vida de Jesús que configuraron su persona. Las dos realidades, Reino y Padre, se complementan de tal forma que “el Reino da razón del ser de Dios como Abba y la paternidad de Dios da fundamento y razón de ser al Reino”1. Y por ello, se habla igualmente de Dios y de Reino, o de voluntad realizada de Dios; o de Dios y pueblo de Dios. Por tanto, “lo que sea el Reino dependerá, en último termino, de lo que sea Dios. Y de la comprensión de Dios dependerá lo que sea el Reino”[2]. Para descubrir la comprensión de Dios y profundizar mejor se toma el Antiguo Testamento donde la concepción de Reino de Dios hunde sus raíces.

En éste, “Dios nunca aparece como un Dios-en-sí, sino como un Dios para la historia y, por ello, como el Dios-de-un-pueblo. Es decir que se proclama un Dios que su esencia es en alteridad; un Dios que se revela y que es en relación a un pueblo. Por diferentes que sean las tradiciones sobre Dios en el Antiguo Testamento, tienen algo en común: que es un Dios-de, un Dios-para, un Dios-en”[3]. Por eso, Jesús comprende lo último como una unidad dual, un Dios que se da a la historia y una historia que llega a ser según Dios. Esa unidad dual, que es lo último, es lo que formalmente se quiere expresar con el Reino de Dios y que Jesús anunció. En Jesús aparece una paradoja en referencia al Reino, Él habla muchas veces del Reino de Dios pero nunca dice qué es en concreto. “Y digamos que eso no debería sorprender, los mismos sinópticos afirman que el día del Reino no lo conocen ni el mismo Jesús, sino sólo Dios ( Mc 13, 32)”[4].

Si Jesús lo hubiera definido estaría sobrepasando su propia historia y su aparición sobre la tierra no hubiera sido a la manera humana. Por tanto, necesitamos un método para averiguar qué es lo que Jesús pensaba del Reino de Dios. Es lo que se pretende desarrollar a continuación.

DIVERSAS PERSPECTIVAS PARA ENTENDER EL REINO DE DIOS

El Reino de Dios en el Antiguo Testamento

El punto de partida del Antiguo Testamento es, según Sobrino, la relación de Yahveh con la realeza que Israel hace. Dicha terminología no es original ni específica de Israel sino que existía en todo el Oriente antiguo. “Lo que hizo Israel fue historizar la noción de Dios-Rey, según su fe fundamental de que Yahveh interviene en la historia”[5]

Esa realeza de Yahveh fue presentada en la historia de Israel con diversos matices y dimensiones. “Durante la monarquía, la realeza de Yahveh se hizo compatible con la del Rey de Israel, quien es adoptado como Rey”[6]. Sin embargo, dirá Sobrino, después del fracaso monárquico y las catástrofes nacionales fue apareciendo con mayor claridad lo que era el esperado reinado de Dios: un futuro como Reino de justicia para Israel, en cuanto pueblo y al interior del mismo Israel. La apocalíptica universalizó esta expectativa, expandiéndola incluso cósmicamente; y, dado su pesimismo histórico, la escatologizó, es decir, hizo coincidir la aparición del reinado de Dios con el fin de los tiempos, cuando se dará la renovación definitiva de toda la realidad y la resurrección de los muertos, pues este mundo actual, tal cual es, no puede recibir a Dios.

De esta manera Sobrino dice que la confesión de la realeza de Yahveh es, pues, fundamental para Israel y recorre toda su historia; es otra forma de decir que Dios actúa en la historia y a favor de Israel. Sin embargo es central y fundamental entender la categoría de Reino de Dios para evitar malentendidos. Por eso, él nos presenta dos connotaciones esenciales del Reino de Dios: el regir de Dios en acto y para transformar una realidad histórico-social mala e injusta en otra buena y justa.[7]

Por ello más que de Reino de Dios hay que hablar de Reinado de Dios porque se trata de las acciones positivas de Dios por la que transforma la realidad. En cambio Reino de Dios es lo que ocurre cuando Dios reina realmente: Una historia, una sociedad, un pueblo según la voluntad de Dios. “El Reino es, pues, una realidad sumamente positiva, una buena noticia, pero es también una realidad sumamente crítica hacia el presente malo e injusto”[8]

Sobre el Reino de Dios Sobrino va a insistir en tres cosas: 1. La incidencia real del Reino de Dios en la historia de los hombres del Reino de Dios. Es decir que el Reino es una realidad histórica y no trans-histórica. Por eso es esencial a la fe de Israel es que Dios puede cambiar la realidad mala e injusta en una realidad buena y justa. Por ello, al Reino de Dios se corresponde con una esperanza histórica. 2. La acción de Dios, desde su Reino, versa en directo sobre la transformación de toda la sociedad, de todo un pueblo. Por tanto al Reino de Dios se le corresponde no sólo como esperanza, sino como una esperanza popular, de todo un pueblo y para todo un pueblo. 3. La tercera es que el Reino de Dios surge como buena noticia en presencia de realidades muy malas, es decir, en presencia del anti-reino. El Reino de Dios no vendrá, por así decirlo, como una tábula rasa sino desde y contra el anti-reino que le es formal y activamente contrario[9]

En resumen, dirá Sobrino, el Reino de Dios es una utopía que responde a una esperanza secular y popular, en medio de innumerables calamidades históricas. Es lo bueno y lo sumamente bueno, pero es también algo liberador porque adviene en medio y en contra del anti-reino.

La expectativa del Reino de Dios en tiempos de Jesús

Para Sobrino sea cual fueron las formas de esperar el Reino de Dios en el Antiguo Testamento, una cosa queda clara y es que en tiempos de Jesús existían grandes expectativas de la llegada del Reino de Dios y Jesús se vio en medio de ellas. Una figura paradigmática de ese tiempo fue Juan Bautista. Él, como profeta de su tiempo, intentó dar una respuesta a la coyuntura en la cual se movió. Sobrino dice que su predicación era en términos de juicio de Dios y no de Reino de Dios. Juan Bautista habla de la cercanía de Dios como ira inminente, escatológicamente, “aparece como profeta que denuncia el pecado del pueblo; anuncia la venida del Reino de Dios y de su juicio radical y ante ello queda abierta una posibilidad y solo una posibilidad: la conversión expresada en el bautismo como perdón de los pecados y realizada en frutos concretos de conversión”[10]. Por tanto, en medio de la ira de Dios, Juan anuncia una buena noticia: hay salvación y el camino es por medio del bautismo.

Toda esta predicación del profeta Juan causó un momento expectante en el pueblo de Israel. Juan va a ser visto por sus contemporáneos como el Mesías esperado; como el liberador que deseaba el pueblo. Sin embargo, él anuncia que su misión simplemente es la de aquel que abre el paso, detrás de él viene uno mayor que su persona, al cual no es digno de desatarle la correa de las sandalias. (Mc 1,7).
Siguiendo esta misma línea Sobrino nos dice que Jesús debió pertenecer al círculo de los discípulos de Juan. Es más, históricamente fue bautizado por el mismo Juan. Esto es importante, dice Sobrino, porque eso nos da una referencia de dónde pudo tomar Jesús algunos contenidos sobre el mensaje del Reino de Dios. En este sentido, desde la proclamación del Reino de Dios, Jesús aparecerá, fundamentalmente, como profeta que anuncia la venida cercana de ese Reino de Dios. Jesús se entronca en una tradición esperanzadora de su pueblo, participa de ésta y trata de dar su gran respuesta a las expectativas de sus contemporáneos.

Por tanto, “hay que valorar grandemente el mismo hecho de que Jesús participa de la expectativa del Reino, que cree que es posible, que cree que es bueno y liberador”[11]. Sin embargo, su visión del Reino de Dios tiene algo propio y particular que es lo que va a marcar la novedad de Jesús. En ese sentido es necesario descubrir cuáles fueron las nociones que él tenía sobre el Reino de Dios.

EL REINO DE DIOS ESTÁ CERCA

Las Nociones de Jesús sobre el Reino de Dios

Para entender mejor la novedad del Reino de Dios en Jesús de Nazaret, Sobrino nos dice que hay que partir de la solidaridad de Jesús con la esperanza de una humanidad oprimida. Jesús se dejó marcar por toda la realidad de opresión de su tiempo. Esta realidad lo configuró de tal forma que los pobres de su tiempo lo llevaron a Dios y Dios lo llevó a ellos. Sobrino encuentra tres nociones esenciales de Jesús sobre el Reino de Dios:

Jesús dice que el reino de Dios está cerca (Mc 9,1), es decir, que él no sólo espera el reino de Dios, sino que afirma que su venida es inminente, que el reino no debe ser sólo objeto de esperanza, sino de certeza (Lc 17,21). Jesús tiene la audacia de proclamar el desenlace del drama de la historia; la superación, por fin, del antirreino; la venida inequívocamente salvífica de Dios.

El reino de Dios es pura iniciativa de Dios, don y gracia. Jesús afirma que el Reino es don y puro don de Dios, no puede ser forzado por la acción de los hombres. Dios viene por amor gratuito. Pero esta gratuidad no se opone a la acción de los hombres. Las parábolas del crecimiento subrayan que el Reino de Dios y su venida definitiva no dependen de la acción de los hombres, pero tampoco se trata de un crecimiento mágico. Y el mismo Jesús, que anuncia la gratuidad del Reino, no deduce de ahí la inactividad hacia el Reino, sino más bien realiza una serie de actividades relacionadas con el Reino.

Que ésto lo haga porque viene el Reino, y así puede poner esos signos, o para que venga el reino, y así de esa acción de Jesús depende su venida, no se puede dilucidar en pura teoría, pues, existencialmente, está unido en Jesús, pero es decisivo recalcar el hecho mismo: Jesús sirve activamente al Reino. Y por lo que toca al anti-rreino como situación de injusticia no la tolera, lo denuncia y actúa en contra de él. En ese sentido a los oyentes, de la venida del Reino les va a exigir conversión (Mc 1, 15). Por tanto, la venida del reino de Dios es algo que por una parte, sólo se puede pedir y, por la otra incide ya sobre esta tierra como la voluntad de Dios que tiene que realizarse. Por lo tanto queda claro la absoluta iniciativa amorosa de Dios, cuyo amor es gratuito, que genera la necesidad y posibilidad de la reacción amorosa de los hombres.

El reino de Dios como eu-aggelion, buena noticia. La venida del reino de Dios es crisis y juicio sobre el mundo y sobre la historia, porque Jesús va a afirmar enfáticamente que la llegada del reino de Dios es lo bueno y lo sumamente bueno. Es, antes que nada, buena noticia. Esto es lo que revela cuando afirma que Dios se acerca y que se acerca porque es bueno; apareciendo Dios, por esencia, como salvador, y su acercamiento como salvación para los seres humanos. Según Sobrino, la conclusión es que, en los evangelios, la buena noticia es Jesús mismo. Es aquello que Jesús trae: el reino de Dios. Por tanto si ésto es así, el anuncio del reino de Dios no es sólo algo verdadero, sino algo que en esencia debe ser anunciado con gozo y debe producir gozo. En suma, que el Reino de Dios sea eu-aggelion significa que debe alegrar a los oyentes, ya que el Dios del Reino expresa la esperanza real de un pueblo en grandes dificultades materiales, sumido en una crisis de identidad cultural y política[12].

La Centralidad de los Pobres en el Reino de Dios. Para entender qué significa que el Reino de Dios tiene un destinatario concreto y que por ello es esencialmente parcial, Sobrino apunta lo siguiente: si el Reino de Dios es buena noticia, sus destinatarios ayudarán esencialmente a esclarecer su contenido, pues buena noticia es algo por esencia relacional, ya que no toda buena noticia es buena de la misma manera para unos que para otros. El amor de Dios que ofrece Jesús es igual para todos. Él, en la concreticidad de su misión, no cerró sus puertas a ningún hombre o mujer. Al contrario, su praxis y su visión era abarcadora. Era para todos y todas. Sin embargo a la hora de ofrecer el amor de Dios que él expresa no es lo mismo para unos que otros. El no excluía a nadie, pero no es lo mismo no excluir que dirigirse en directo a cierto grupo de personas, y estos son los pobres.

De qué marginados se trata como destinatarios del Reino. Sobrino comprende que la misión de Jesús, el Reino de Dios, está dirigida a los pobres. Para nuestro autor esta clave se ve clara en los evangelios: “ Me ha enviado a anunciar a los pobres la buena nueva” ( Lc 4,18). Lo mismo se va a mostrar en la respuesta de Jesús a los enviados de Juan “a los pobres se les anuncia la buena noticia” (Lc 7, 22).

Todos estas afirmaciones presentes en el Nuevo Testamento marcan y afirman, dirá Sobrino, algo sobre el Reino de Dios. Nos dan una perspectiva, una clave de lectura para comprender mejor de qué trataba la predicación de Jesús y qué significaba para Jesús esto del Reino de Dios. “Son afirmaciones que no están en la línea de discontinuidad, como lo puede estar su audacia de afirmar que el Reino está cerca, sino en la línea de la continuidad, pues están enraizadas en el Antiguo Testamento”[13]. Relación entre el Reino de Dios y los pobres que se establece en los evangelios como una relación de hecho, pero más radicalmente aparece como una relación de derecho, basada en la misma realidad de Dios tal como apareció en el Antiguo Testamento. Por que allí, Dios es el que está al lado del huérfano y de la viuda, al lado de aquél desprotegido y que sus condiciones son precarias haciendo de su vivir un terrible peso.

En esta misma línea Sobrino dirá que en tiempos de Jesús los pobres son los hambrientos, los encarcelados, los desnudos, los forasteros, los enfermos, los que lloran, los que están agobiados por su peso real ( Lc 6, 20-21; Mt 25, 35ss). Pobres son los que viven encorvados (anawin) bajo el peso de alguna carga; aquellos para quienes vivir y sobrevivir es una durísima carga. Aquellos que se les roba hasta el mínimo de vida; los que están debajo de la historia y los que están oprimidos por la sociedad y segregados de ella. Son los cercanos a la muerte lenta de la pobreza, para quienes sobrevivir es una pesada carga y su máxima tarea, y a la vez, son los privados de la dignidad social y a veces de la dignidad religiosa. Por tanto, dice Sobrino, Jesús muestra su indudable parcialidad, con lo que se entronca a lo que hoy se le llama opción por los pobres.

En este mismo sentido, nuestro autor, hace una breve caracterización de los pobres como grupo social en tiempos de Jesús:

ऑ Ante todo habían pobres en plural. Una realidad, ya sea grupo o clase, colectiva o masiva, y caracterizada suficientemente en términos históricos. A esos grupos o colectividad de pobres, en primer lugar, hay que decir que son económico-sociológicamente pobres.

ऑ Y en segundo lugar, son los dialécticamente pobres. En los evangelios se habla de pobres y ricos como grupos diferentes y contrarios. Pues bien, de esos pobres Jesús dice que es el Reino de Dios. Aquellos para quienes es sumamente difícil dominar lo fundamental de la vida; aquellos que viven en el desprecio y la marginación.[14]

Si los pobres, así entendidos, son los destinatarios del Reino, entonces, desde ellos se puede comprender mejor también en qué reino pensaba Jesús. Es un Reino formalmente parcial y un Reino cuyo contenido fundamental es la vida y dignidad de los pobres.

LA PARCIALIDAD DEL REINO DE DIOS.

Siguiendo con la reflexión, Sobrino entiende que el Reino de Dios como realidad escatológica es universal. En él pueden entrar todos, pero en directo el Reino es únicamente para los pobres. Y eso es así por opción. Ya nos ha dicho nuestro autor que el Dios que se nos muestra en el Antiguo Testamento es un Dios que se muestra a favor de los que más sufren. En esta misma perspectiva, en el acontecimiento fundante del Antiguo Testamento, el éxodo, Dios se muestra parcial hacia un pueblo oprimido. Es a él y no a todos al que se revela y libera. Esta parcialidad es ahora mediación esencial de su propia revelación. Por tanto es en y a través de su parcialidad hacia los oprimidos como Dios va revelando su propia realidad. De igual forma, dice Sobrino, en el tiempo de Jesús el anuncio de la buena noticia a los pobres sacude y conmociona los cimientos de la religión judía, mostrando la gratuidad de Dios en ese mundo que ideologizaba la riqueza. El escándalo de los que no son pobres va a ser una prueba indirecta pero eficaz de que el Reino de Dios es para los pobres por el mero hecho de serlo, y que Dios se revela, según su propia realidad, como parcial hacia ellos. Así pues, dice nuestro autor, esta parcialidad de Dios se vuelve una constante de su revelación. En ella se opta por unos a diferencia de y en contra de otros. Es una parcialidad dialéctica, y de ahí, la tipificación frecuente de dos tipos de grupos o de seres humanos: unos aceptados por Dios y otros rechazados por Dios.

El Reino de Dios como Reino de vida mínima. Si el Reino de Dios es para los pobres, entonces, dirá Sobrino, por su misma esencia, tiene que ser, como mínimo, un reino de vida, y de esta forma es como aparece en Jesús. Para Jesús la pobreza es contraria al plan original de Dios, es su anulación. Con la pobreza, la creación de Dios aparece como viciada y aniquilada. La vida que traerá Jesús va más allá del hecho primario de sobrevivir, pero incluye este hecho como algo esencial. No hay duda que Jesús hace defiende la vida de los pobres en cuanto hecho primario de vivir. Defensa que expresa la voluntad primigenia de Dios. Este hecho mismo se expresa, dirá Sobrino, en la compresión que Jesús hace de la ley de Israel. Para Jesús está es expresión de la primigenia voluntad de Dios. En los evangelios son pocos los pasajes en que Jesús menciona la Tora escrita, pero cuando lo hace la presenta como la última voluntad de Dios. “Y curiosamente, pero lógicamente, se concentra en su segunda parte, es decir, en aquellos mandamientos que se refieren al prójimo y aseguran la vida. (Cfr. Mc 10, 19; 7,10; Mt 15,4)”[15].

Por tanto, Jesús fue un inconformista con respecto a la ley, porque cuando lo que está en juego es la defensa de la vida primaria, lo más específico de la ley, es defender ésta sin vacilar. Por eso Jesús, también, va a condenar a los escribas ya que su interpretación de la ley va atentar contra la vida humana. Por tanto, todas aquellas tradiciones humanas que van en contra de la vida humana no son expresión de la voluntad de Dios.

De esta manera concluye Sobrino diciendo que el Reino de Dios debe, entonces, incluir como mínimo, lo que es un máximo para los pobres la vida. Para quienes, hoy como ayer, tienen ya la vida asegurada, no parece ser esto una inesperada utopía, pero para los pobres lo es. Para los pobres que no dan la vida por supuesta nada hay de esotérico ni misterioso en que el Reino de Dios ofrezca ese mínimo. Y tampoco lo es para Dios, pues se trata de que llegue a ser realidad el mínimo de su creación.

La Liberación de los pobres como buena noticia del Reino de Dios. La primera consecuencia importante, según Sobrino, es que la liberación de la que Jesús habla en Lucas incluye la liberación de la miseria material. Y la segunda conclusión es que las buenas realidades es lo que los pobres necesitan y esperan. Se trata, reflexiona nuestro autor, lo que el sentido común nos advierte: que anunciar una buena noticia a los pobres de este mundo, no puede ser cosa sólo de palabras, pues hartos y desengañados están de ellas. Buenas realidades es lo que los pobres necesitan y esperan. De allí que la buena noticia sólo será buena en la medida que eso sea una realización en la vida de los pobres. De esta manera toda la práctica de Jesús va una señal concreta de que el Reino de Dios es buena noticia para los pobres.

LA PRAXIS DE JESÚS

Sobrino sigue profundizando la realidad del Reino de Dios en Jesús pero, ahora lo hace desde su acción concreta. Para él las distintas teologías aceptan hoy que el Reino es una realidad a la cual hay que corresponder con esperanza. Si el ser humano no fuera un ser de la esperanza simplemente no podría comprenderlo. Sin embargo, esa esperanza sería una mera expectativa de la venida del Reino si no la acompaña una práctica. Por ello, Sobrino dice, que es importante averiguar qué tipo de esperanza tenía y generaba Jesús, si es expectante y activa. En los evangelios sinópticos, nos dice el autor, queda reflejado que Jesús fue un ser humano que actuó. Es decir, Jesús hizo cosas concretas de cara al Reino. De hecho los evangelistas marcan esto desde los inicios de su vida pública: “ Jesús recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando demonios” (Mc 1, 39). “Jesús curó a muchos que adolecían de diversas enfermedades y expulsó demonios” (Mc 1,34; Mt 8, 16; Lc 4,4ss). Por eso, Sobrino dice, que Jesús anunció el Reino e hizo muchas cosas con relación a él. Es decir, Jesús no sólo esperó pacientemente a que Dios actuara portentosamente para cambiar la historia que lo rodeaba. Al contrario, el anuncio del Reino conllevaba a Jesús a una actividad concreta, la cual fue vista como la señal de que el Reino se estaba realizando en su momento histórico.

Por tanto, dirá Sobrino, para la hermeneútica esto significa que el Reino no es sólo un concepto “de sentido”, en este caso, de esperanza, sino también un concepto “práxico”, que connota la puesta en práctica de lo que se comprende en él, es decir, la exigencia a una práctica para iniciarlo, y, al hacerlo, genera una mejor comprensión de lo que es el Reino.

Los Milagros Signos Liberadores del Reino de Dios

Lo primero que Sobrino va analizar es la práctica histórica de los milagros, cosa que está muy testimoniada en los evangelios. Estos tienen una gran importancia para Jesús. El mismo se los atribuye, de allí que diga “yo expulso demonios y llevo a cabo curaciones hoy y mañana” (Lc 13, 22). Es importante dilucidar qué dicen los milagros del Reino. Qué perspectiva nos dan. Hacia dónde nos encaminan. En último término se trata de evitar malos entendidos en torno a los milagros tan conflictivos en el hoy.

Por eso, Sobrino toma en cuenta un primer mal entendido que viene de la concepción moderna occidental. Esta, “ve la formalidad del milagro en el hecho mismo de la violación de la naturaleza, y como expresión de un poder supra-natural”[16]. Esta concepción choca con la idea misma de milagro en sentido bíblico, porque, dirá Sobrino, para el judío la naturaleza no es un sistema cerrado y, por ello, los milagros no eran importantes por lo que tuvieran de supra-natural, sino por lo que tenían de poderosa acción salvífica de Dios. Por eso en los relatos evangélicos para describir los milagros nunca se usa el termino griego teras, que hace referencia a lo portentoso del milagro. En su lugar se usan los términos semeia que se traduce como signo, lo cual se atribuye al acontecimiento de Dios. También se usa dymanis que son actos de poder y por último erga haciendo referencia a las obras de Jesús. Por tanto, nos dice Sobrino, Jesús no aparece como un taumaturgo de su época. Sus acciones iban más allá de ésto. Quieren demostrar la cercanía amorosa de Dios que viene liberando de la opresión a los oprimidos de su tiempo.

Un segundo mal-entendido, seguirá diciendo nuestro autor, es considerar los milagros con relación a Jesús como reveladores de su poder supra-natural y en consecuencia de su ser divino. Esto no es así porque los milagros están con relación al Reino. Ellos son signos del Reino. Se trata de signos que quieren mostrar la real cercanía de Dios a los últimos, y por tanto son generadores de esperanza. Quieren ser los clamores que ponen en dirección correcta lo que será el advenimiento del Reino. En ellos se quiere presentar toda la fuerza que representa el Reino de Dios. Quieren marcar el hito de la nueva humanidad que Jesús enmarca en el Reino de Dios. Estos signos no son solo beneficios, dirá nuestro autor, sino son liberadores. Los milagros ocurren en una historia en la que se da la lucha entre Dios y el maligno porque para la mentalidad judía las enfermedades significaban estar bajo el dominio de demonios. Los milagros son un no a esa opresión. Marcan ese tinte liberador en contra de alguien o algo que se oponga al Reino. Es un enfrentamiento contra el anti-reino.

De esta manera los milagros generan esperanza y gozo porque expresan que las fuerzas opresoras que quitan la dignidad a los seres humanos son vencidas. Estas pueden ser derrotadas y por eso en Jesús, dirá Sobrino, los milagros, formalmente son signos del Reino. Marcan el acercamiento de Dios-Padre-misericordioso, cerrarse a ellos es cerrarse a Dios mismo que viene a nuestra historia a liberar.

Por ello al enfrentar la realidad de los milagros es importante abrirse a una comprensión más general del concepto de salvación, que no se limita al hecho sólo de salvar de los pecados. Se trata de entender desde los pobres la realidad soteriológica de la praxis de Jesús. Dirá Sobrino que son los pobres los que necesitaban la salvación de sus innumerables males cotidianos. Ellos son los que entendieron los milagros de Jesús y no los grupos apocalípticos que esperaban prodigios portentosos como señales de la venida del Reino. En la compresión de los milagros se presenta una dificultad en la interpretación cuando después de la resurrección los evangelistas entienden la salvación simplemente como un romper con el pecado para entrar en una mejor relación con Dios.

“El término de salvación se absolutizará y se presentará como una realidad indivisible y escatológica, expresada en singular: la salvación (de los pecados)”[17]. Sin embargo, en los evangelios la salvación no aparece así, sino al contrario, aparecen un sinnúmero de salvaciones plurales con las que Jesús quiere expresar la Buena Nueva del Reino de Dios para los pobres. Son salvaciones de la vida cotidiana las cuales quieren devolver dignidad a los excluidos de su tiempo que bajo el régimen legalista de los dirigentes religiosos de su época marginaban, oprimían y hasta se aprovechaban de ellos haciendo más pesada su vida. Por tanto, concluye Sobrino, los milagros de Jesús son, antes que nada, signos liberadores del Reino. La mejor manera de comprenderlos es situarse en el lugar histórico de aquellos que se sienten y están anhelando la salvación de los diversos males que los oprimen en la sociedad.

Nos dice el autor que además es importante descubrir que los milagros muestran una dimensión de Jesús: la misericordia. Los milagros no nos muestran tan sólo el poder sobrenatural de Jesús, sea cual fuere su capacidad para realizar curaciones, sino nos ponen en relación con lo profundamente humano de él, a saber, su reacción ante el dolor de los pobres y los débiles.“Repetidas veces se dice en los sinópticos que Jesús sintió compasión y misericordia ante el dolor ajeno, sobre todo de las mayorías sencillas que le acompañaban”[18] Es decir, Jesús no pasaba desapercibido ante tales sufrimientos, sino que los hacía vida en su vida y eso lo ponía en acción, mostrando así el Dios-Padre, del Reino de Dios que quiere la vida para todos sus hijos e hijas.

Esta misericordia ayuda a explicitar mejor lo más profundo de los milagros. “Jesús aparece como quien se siente profundamente conmovido por el dolor ajeno, reacciona ante él salvíficamente y hace de esa reacción algo primero y último, criterio de toda su práctica”[19]. Esta realidad del dolor externo penetra en lo más hondo de Jesús, y por ello, reacciona con ultimidad desde lo más profundo de él. Por eso, dice Sobrino, la misericordia de Jesús no es un mero sentimiento sino que es una reacción-acción ante el dolor ajeno que tenía frente a él. La misericordia fue una actitud y una práctica fundamental de Jesús que tiene que ver con lo último y, por lo tanto, con Dios. Es algo teologal, no simplemente ético.

El valor permanente de los milagros de Jesús estriba en que son expresión de misericordia. Los milagros son signos poderosos que surgen del dolor ante el sufrimiento ajeno y, específicamente, de las mayorías que le rodeaban. El autor nos hace una última precisión de cara a los milagros de Jesús. Jesús no actúa sin más, más bien “se mostró reticente a aparecer como taumaturgo profesional”[20]. Se nota en que, con frecuencia, las escenas de los milagros están relacionadas con la fe de aquellos que son curados. A veces, la fe se exige como condición para el milagro: “no temas, solamente ten fe” (Mc 5, 36). Por eso, Sobrino afirma, que la fe en Jesús no tiene que ver nada con aceptar verdades doctrinales, sino que tiene que ver con Dios y de una manera bien precisa. Es la aceptación y el hondo convencimiento de que Dios es bueno para con lo débil y que su bondad puede y triunfa sobre el mal. La fe tiene su propio poder, a través de ella el mismo ser humano queda transformado y potenciado.

Quien llega a hacer el acto fundamental de fe en la bondad de Dios ha cambiado radicalmente, está poseído de un poder de índole distinta a cualquier otro poder, y es un poder eficaz. La fe, seguirá diciendo Sobrino, tiene que ver con el mismo Jesús, pues es él quien la posibilita. De él se dice que sale una fuerza que es en los sinópticos los primeros indicios de la realidad del Espíritu que contagia y que puede hacer cambiar a los hombres. “La fe es en un Dios quien, al acercarse, hace crecer en nuevas las posibilidades activamente negadas en la historia a los pobres. Es fe que supera el fatalismo. Es fe en un Dios del reino en contra de los ídolos del antirreino”[21].

La Victoria del Reino de Dios: Expulsión de Demonios. Otro punto que toma Sobrino en su presentación sobre la praxis de Jesús es el tema de la expulsión de demonios como la victoria del Reino de Dios. En el Antiguo Testamento y en tiempos de Jesús existía la convicción de que el mundo estaba poblado por fuerzas desconocidas y dañinas se hacían muy presentes en la vida de los seres humano. Se trataban de fuerzas “poderosas” que paralizaban a las personas y las hacían socialmente indeseables. “Estas fuerzas actuaban sobre todo a través de la enfermedad y especialmente de las enfermedades de tipo psíquico, de tal manera que los demonios real y totalmente poseían a sus víctimas”[22]. De la misma manera Jesús va a afirmar que el mal tiene gran poder ante él los hombres se sienten indefensos e impotentes. Pero, según Sobrino, Jesús transforma la visión demonológica al hacer ver que esas fuerzas superiores al hombre no son superiores a Dios ni más fuerte que Dios sino al contrario están bajo su dominio.

La esclavitud al maligno no es el destino último del ser humano, la liberación es posible. Por eso, nos seguirá diciendo Sobrino, la actuación de Jesús es la respuesta a la apremiante pregunta de la gente sencilla por la posibilidad de la superación del maligno. Sus acciones van a mostrar que ha comenzado la eliminación del maligno y el fin de las tribulaciones está cerca. Desde este punto de vista se ve mejor el acercamiento del Reino de Dios que proclamó Jesús. Es su Buena Nueva.

Veamos la profundidad de lo que nos quiere decir la expulsión de demonios. Nos encontramos ante la cercanía del Reino de Dios, pues la llegada del Reino de Dios no es sólo benéfica sino también liberadora. La cercanía de Reino marca esta lucha duélica entre lo que es Reino y anti-rreino como dos realidades formalmente excluyentes. La exclusión se expresa en la interpretación que se hace de su propia venida de Jesús: o proviene de Dios o de los demonios. Jesús revela claramente su venida: el expulsa demonios en nombre de Dios. Para sus adversarios, sin embargo, Jesús lo hace en nombre del demonio, él mismo está endemoniado. (Mt 12, 24; Jn 7, 20). “Lo que la expulsión de los demonios esclarece, entonces, es que la venida del reino es todo menos pacífica e ingenua. Acaece contra el anti-reino y, por ello, su advenimiento es victoria y que la práctica de Jesús, al mismo tiempo, es lucha”[23].

La Liberación de la marginación y de sí mismo: acogida a los pecadores. Un hecho más que revela la praxis de Jesús fue la acogida a los pecadores. En los evangelios, Jesús aparece con frecuencia relacionándose con pecadores o con personas tenidas por tales en la sociedad religiosa de su tiempo. Para el propósito que compete al Reino de Dios, Sobrino le importan analizar qué significa todo ello para la comprensión de éste.

Una de las actitudes de Jesús fue el de acoger a los pecadores y no mostrarse como juez severo y castigador. “Él muestra directamente su tierna y cariñosa “acogida” a los pecadores”[24]. Por eso, Sobrino prima que, desde un punto de vista histórico, más bien debe hablarse de acogida a los pecadores que de perdón de los pecados. Otra cosa importante que nos marca todo esto, dice Sobrino, es que Jesús no va a aparecer directamente, como “confesor absolvente” de pecados.

Lo que Jesús va a hacer con el pecador es acogerlo, amarlo, sentir compasión de él y devolverle dignidad. Jamás se va a mostrar con una actitud negativa de rechazo, muy al contrario trata de demostrarle que el Dios suyo no es el castigador y marginador sino el Dios del amor a sus hijos. Con todo esto lo que Jesús está anunciando es la venida del Reino de Dios. Por tanto, Sobrino argumenta que la acogida de Jesús a los pecadores debe ser comprendida como un signo de la venida del Reino y no como otra forma de mostrar el poder (divino) de Jesús.

La venida del reino es buena noticia para el pecador. De ahora en adelante el miedo no es la palabra última para ellos sino la acogida absorbente y amada de Dios-Padre-Misericordioso. Es necesario, nos dice Sobrino, comprender la profundidad de toda esta acción de Jesús.

Empecemos por ver quién es pecador para Jesús. En el tiempo de Jesús pecador es el que, en lenguaje actual, podemos denominar el “opresor”. Se trata de aquél que vive en un endiosamiento tal que se siente por encima de los demás. Cree que con lo que “es” o lo que “tiene” es capaz de pasar por encima de los demás y aplastarlos. Por eso, “su pecado fundamental consiste en oprimir, poner cargas intolerables, practicar la injusticia”[25]. Por otra parte, tenemos al pecador “por debilidad” o como el “tenido legalmente por pecador”, de acuerdo a la religiosidad vigente. Este es aquél que descubre la fragilidad de su condición humana y vive en una actitud pasiva ante ella y se deja arrastrar por ella. En general vive esclavo de sus pasiones y gustos. Su sentido de libertad es el de libertinaje. No es capaz de tomar una actitud crítica ante sí mismo y tomar opciones que le integren en su vida.

Entonces, la pregunta sería cuál es la actitud de Jesús ante estos dos casos. Sobrino dice que es llamativo cómo el propio Jesús toma diferentes posturas. A los primeros Jesús exige una conversión radical, se trata de “un activo dejar de oprimir. Para éstos, la venida del Reino, pasa por la exigencia radical de dejar de oprimir”[26].

En cambio, a los segundos, la exigencia de conversión de Jesús es distinta. En general, se trata de “la aceptación de que Dios no es como se los han introyectado sus opresores y la religiosidad imperante, sino que es verdadero amor”[27]. Dicho de mejor manera, en lenguaje de Sobrino: El Dios que se acerca es un Dios amoroso, con más ternura que una madre, que quiere acoger a todos aquellos que piensan que no pueden acercarse a él por su pecado. Es un Dios que sale al encuentro del pecador, porque la venida del Reino es buena noticia[28].

Por tanto, con la venida del Reino de Dios el trágico descubrimiento de la pecaminosidad va acompañado simultáneamente de la acogida y del perdón. La motivación que da Jesús a la conversión es la increíble bondad de Dios. Es el Dios que con su amor misericordioso acoge a sus hijos y les muestra su amor de Padre. Si los milagros y expulsión de los demonios expresan la liberación del mal físico y del poder del mal, la acogida expresa la liberación del pecador de su propio principio interior de esclavitud. Se trata de la gracia misericordiosa del Dios-Padre que lo libera. Ese amor incondicional que se hace vida en el ser humano acogiéndole como su hijo y devolviéndole su dignidad perdida por el pecado.

Ante este amor desbordante el ser humano responde agradecido y cambia su vida: de explotador pasa a servidor; de la entrega a la pasión desenfrenada pasa a la libertad para amar a los otros. En fin, su vida se vuelve una propuesta para los otros, un testimonio y un testigo de lo que Dios ha hecho en él.

Dicho de otra manera, la acogida al pecador va a expresar amistad de Jesús. Este signo, primigeniamente humano de acercarse, libera porque en sí mismo supera la separación y la oposición. Este signo no va a pasar desapercibido por los seguidores del anti-reino. En Jesús, dice Sobrino, la acogida a los pecadores va a causar escándalo porque Dios ofrece su gracia a aquellos que eran tenidos como los “últimos”, los indignos de recibir tal regalo. “Esa nueva imagen de Dios es lo que va a causar escándalo porque con ella se derrumba lo más sagrado: el cumplimiento de la ley como aquello a lo que Dios reacciona en justicia” [29].

Jesús no desenmascara sólo eso. Dirá Sobrino que, en general, lo que está detrás del injustificado escándalo es el descubrimiento de quién es el verdadero pecador y quién no lo es, pues es ésto lo que revela la cercanía de Dios para con unos y la lejanía para con los otros. Pues ser revela aquí el pecado fundamental que es la autosuficiencia ante Dios.

Se trata de no aceptar ser acogido por Dios y despreciar a los demás. De esta manera “La parcialidad y la gratuidad de Dios va a causar escándalo, porque conmociona la sociedad religiosa oficial, pero ésa es también la forma que tiene Jesús de decir que el Reino de Dios se acerca como buena noticia”[30].

Las parábolas del Reino de Dios

La práctica de los milagros, de la expulsión de demonios y la acogida a los pecadores representan, dice Sobrino, los hechos de Jesús. A esto hay que añadir los “dichos”, su práctica de la palabra. Lo fundamental de éstas son el mismo anuncio de la venida del Reino, lo que Jesús acompañó con muchas otras palabras: enseñanzas, exigencias, oraciones, discursos apocalípticos…

Ahora nuestro autor reflexiona en sus parábolas, porque con ellas quiere esclarecer y profundizar elementos importantes del Reino de Dios. En ese sentido entiende a las parábolas como relatos basados en hechos de la vida cotidiana que se comparan con el reino aunque no lo definan. El contenido de esos relatos es de tal naturaleza que la interpretación del hecho relatado queda abierta y exige, por su naturaleza, una toma de postura en el oyente. Es un relato, por lo tanto, cuyo significado permanece en suspenso hasta que el oyente se decide. Su mensaje central, dirá Sobrino es el anuncio y la práctica de Jesús: el Reino de Dios se acerca a los pobres y marginados, es parcial, y por ello, causa escándalo. Las parábolas retoman ese mensaje central de Jesús y lo que cambia es el auditorio. El modo de presentar lo central de ese mensaje, irá variando de acuerdo al auditorio al cual se dirige. Unas veces son sus adversarios otras veces los pobres. “A sus adversarios les dice que Dios es parcial, rico en misericordia, tierno y amoroso con los pobres y pequeños”[31]. El mensaje fundamental es que Dios es así, y por eso, los pobres y pecadores pueden esperar a ese Dios con gozo y sin miedo.

Según Sobrino, Jesús con estas parábolas sale en defensa de los pobres y justifica su propia actuación parcial a favor de ellos. Jesús justifica en las parábolas la parcialidad del reino afirmando simplemente que Dios es así. Esta es simplemente la justificación del evangelio: así es Dios, tan bueno. Con esto Jesús defiende su propia actuación.
A través de este mensaje sumamente positivo, nuestro autor expresa, que Jesús desenmascara también la hipocresía de sus adversarios, pues sus parábolas son fuertemente criticadas. Con frecuencia Jesús contrapone en sus parábolas dos tipos de personas y sus adversarios tienden a identificarse con uno de ellos produciéndoles una fuerte crítica en ellos.

Junto al mensaje central de la cercanía del Reino las parábolas tienen otro elemento del reino de Dios con carácter de crisis. Sobrino nos dice que no puede ser que el reino de Dios se acerque y todo siga igual. El tiempo apremia y hay que hacer algo. La conclusión es clara: ante la inminente venida del reino tienen que hacer producir sus talentos no sea que cuando el Señor vuelva los aparte de sí y les señale su suerte entre los hipócritas.

Así todas estas parábolas recalcan que la venida del reino es también crisis. “Son una sacudida a las conciencias: hay que reaccionar a tiempo. Jesús proclama la exigencia fundamental ante el reino que llega: hay que ser misericordiosos con el necesitado”[32].

La consideración final de este aspecto Sobrino lo expresa desde el gozo que produce la proclamación de Reino de Dios. La venida del Reino de Dios es buena noticia, y por ello, es incompatible con la tristeza. Más aún, el Reino de Dios tiene que ser celebrado con gozo, pues rara buena noticia sería si no llevase a ello. Eso es lo que muestra Jesús, especialmente en las comidas otorgándole especial importancia en su propia vida: come con pecadores y despreciados. Las comidas son signos de la venida del reino y de la realización de sus ideales: liberación, paz, comunión universal. Comunión, por fin, de toda la familia humana que celebra ese hecho con gozo.

Pero como también “la celebración del reino se hace en contra del antirreino, Jesús concede gran importancia a que estén a la mesa aquellos a quienes habitualmente el antirreino separa de ella. Y por eso las comidas de Jesús son signos liberadores a quienes por siglos se les ha impedido comer juntos, ahora comen juntos”[33].

Como constante simplemente el autor nos presenta también aquí la reacción del anti-reino. En lugar de convertirse en gozo para todos, también sus adversarios, tergiversan profundamente la alegría de comer juntos y acusan a Jesús de “comilón” y bebedor y amigo de publicanos y pecadores (Mt 11, 19).

Sus adversarios están absolutamente ciegos al Reino de Dios. “Que los pobres estén a la mesa, ése es el gran gozo de Dios y eso es lo que hay que celebrar sobre esta tierra. Si el gozo de Dios y el gozo de los pequeños son incapaces de conmover el corazón de piedra, es que no habrá corazón de carne, y nada se habrá entendido del Reino de Dios”[34]. La celebración del Reino de Dios es la gran expresión de que ya ha llegado algo de él.

2. EL REINO DE DIOS COMO PLENITUD DE VIDA

La visión de Reino de Dios de José María Castillo es universal. Él pretende analizar la relación que los evangelios sinópticos establecen entre el Reino de Dios y la Vida. De esta manera argumenta que lo más claro y lo más inmediato es que el Reino de Dios, tal como lo presentó Jesús, es una realidad presente y operante en esta vida. No puede haber ninguna duda de que Jesús afirmó repetidamente que el Reino de Dios pertenecía a su propio aquí y ahora. “El Reino de Dios llega a los seres humanos, ante todo, como liberación del sufrimiento, de la indignidad y de la muerte”[35].

La relación directa entre la presencia del Reino y las curaciones, expresamente afirmada por Mateo y Lucas, para Castillo nos van a ir marcando de cómo el Reino de Dios está vinculado con la vida. Especial atención merecen los textos (Cfr. Mt 4, 23; Lc 4, 40 ) en los que Jesús les dice a los discípulos lo que tienen que hacer a la misión que les envía. En esos textos, el mandato de “anunciar que ya llega el Reino de Dios” va unido siempre al de “curar enfermos”. Es decir, “esas curaciones son los signos que prueban la realidad del Reino de Dios. Un Reino liberador que se hace ya presente en la actualidad. Y se hace presente interesándose por el ser humano en lo más básico y elemental: la curación de todo achaque y enfermedad, devolviéndole la salud e incluso la vida”[36]. En todo caso, nos dice Castillo que ya sea que hablemos de la persona, o sea que hablemos de la salud, en último término, lo que está en juego es la vida humana en toda su plenitud. Es indudable que, en la teología de los evangelios sinópticos, el Reino de Dios incluye, como elemento indispensable, la tarea, el empeño y hasta la lucha por asegurar (o por devolver) a las personas la plenitud de la vida humana. Con esto, no se trata de decir que el Reino de Dios se reduzca a eso. “Lo que se quiere decir es que donde no hay empeño y lucha por asegurar (en la medida de los posible) la plenitud de la vida, no puede hacerse presente el Reino de Dios. Lo que Jesús quiere de su comunidad de discípulos es que defiendan la vida y alivien el sufrimiento de los seres humanos”[37].

Una primera argumentación de Castillo, de lo dicho anteriormente, es la señal que Jesús presenta de que el Reino de Dios ya ha llegado: él expulsa los demonios con el poder de Dios. ( Crf. Mt 12, 8; Lc 11, 20). Cosa que se entiende porque el enfermo, en el tiempo de Jesús, era una persona que, no sólo sufría en su cuerpo, sino que, además era vista como un ser contagiado por influencias demoníacas. Sin embargo, el problema se agudiza porque la vida del enfermo es vista como indigna. “En efecto, según las tradiciones de los pueblos del Oriente antiguo, las enfermedades se interpretaban de acuerdo con la valoración de carácter sagrado, concretamente en relación con el pecado y, por tanto, como maldición divina”[38].

Un segundo punto de nuestro autor es el mensaje de las Bienaventuranzas. Jesús va a declarar dichosos a “los pobres”, “los que tienen hambre”, “los que lloran”( Cfr. Mt 5, 12; Lc 6, 20-23) y lo decisivo de esta promesa incondicional es la salvación dirigida a estas personas. A todos éstos que viven situaciones desesperadas (pobreza, hambre y sufrimiento) se les dice que de ellos “es el Reino de Dios”, por eso la salvación, es decir, la solución brilla ya y se hace ya realidad para esas personas en la dedicación de Jesús para estos desclasados, en su convivencia con ellos y en la alegría experimentada por el gozo del amor de Dios. “La consecuencia, que obviamente se deduce de todo esto, es que el Reino de Dios se hace presente, no sólo dando vida a los que carecen de salud y dignidad (enfermos y endemoniados), sino además cambiando las situaciones sociales desesperadas que se traducen en pobreza, hambre y sufrimiento”[39]. Por tanto, si lo más importante y lo más grande que nos ha dado Dios es la vida, el Reino de Dios tiene su centro en esta vida.

Sin embargo, en los círculos de reflexión teológica se ha planteado la pregunta de cuando este Reino de Dios alcanzará su plenitud. Ahora bien, Castillo responde de esta manera: “a mí me parece que esta pregunta sobre cuándo se realiza el Reino de Dios, en el fondo, nos remite a la cuestión de la vida en la que se realiza el Reino. Y, como acabamos de ver, el Reino se relaciona, ante todo, con la vida. La realización es la realización de la vida. Yo creo que esta complicada discusión deja de tener sentido en cuanto caemos en la cuenta de que la relación más directa e inmediata del Reino es con “esta” vida” [40].

LA CENTRALIDAD DEL REINO DE DIOS EN JESÚS DESDE LOS EVANGELIOS

El fundamento principal de esta visión de Reino de Dios de nuestro autor está en la vida de Jesús de Nazaret. Castillo afirma que desde Jesús podemos encontrar las claves para comprender mejor el significado del Reino de Dios. Y eso es así porque para Jesús el centro de su mensaje fue precisamente el Reino de Dios. Es la recapitulación o compendio del mensaje evangélico. Es elocuente la frecuencia y la importancia que los mismos evangelios dan a este asunto. El evangelio de Marcos resume así el mensaje de Jesús en Galilea: “Se ha cumplido el plazo, ya llega el Reino de Dios. Convertíos y creed la buena noticia”. ( Mc 1,15).

El sumario que presenta el evangelio de Mateo viene a decir que Jesús recorría Galilea entera, enseñando en aquellas sinagogas, proclamando la buena noticia del Reino y curando todo achaque y enfermedad del pueblo (Mt 4,23). Por último, en el evangelio de Lucas, resumen muy bien lo mismo que afirman Marcos y Mateo: también en otros pueblos tengo que anunciarles el Reino de Dios, porque para eso he sido enviado. Este fue caminando de pueblo en pueblo y de aldea en aldea proclamando la buena noticia del Reino de Dios. ( Lc 4,42; 8, 1-3).

De esta manera “lo primero que se puede decir, es que los tres evangelios sinópticos, cuando quieren presentar en pocas palabras lo más esencial de la predicación y la vida de Jesús, lo resumen en la fórmula el Reino de Dios”[41].

Es verdad que, en esta fórmula, la palabra “Dios” está en genitivo. Y, según dicen los expertos, se trata de un genitivo explicativo, de manera que el Reino de Dios se identifica con Dios, bajo un punto de vista: el de la actuación de Dios en el mundo. Pero lo que ahora “se trata de recalcar es que, para Jesús, incluso “Dios” es visto dentro de una totalidad más amplia: el Reino de Dios”[42]. Lo cual significa que lo central, en el mensaje de Jesús, no es Dios, sino las mediaciones en las que los seres humanos podemos encontrar a Dios y a Jesucristo.

Dicho de otra manera, “lo que Jesús quiso dejar claro, antes que nada, es dónde y cómo podemos nosotros encontrar al Dios que el mismo Jesús nos vino a revelar. Porque el verdadero problema, cuando está en juego el asunto de Dios, no consiste en tener unas ideas muy claras sobre Dios y sobre Jesús, sino encontrar al Dios de Jesús donde ese Dios está realmente y como ese Dios quiere realmente que nos relacionemos con Él”.[43]

Por otra parte, dirá nuestro autor, se comprende mejor que el Reino de Dios es el centro del Evangelio, cuando se cae en la cuenta de la identificación del Reino de Dios con el Evangelio.

En primer lugar, esta identificación entre el Evangelio y el Reino aparece ya en Mc 1, 14-15, donde se encuentra dos veces la palabra euaggélion (buena noticia), que se entiende en relación al Reino de Dios anunciado y realizado por la obra de Jesús.

En segundo lugar, Mateo utiliza la palabra “Evangelio” y, por tanto, también “Reino” ( Mt 4, 23; 9, 35; 24,14), para expresar, no sólo que Jesús predicaba, sino también sus obras. Por último, la identificación del Evangelio y el Reino está atestiguada también por Lucas: después de esto (Jesús) fue caminando de pueblo en pueblo y de aldea en aldea proclamando la buena noticia del Reino de Dios.( Lc 8,1) Y a continuación, el mismo evangelio añade que Jesús realizaba esta tarea acompañado por los “Doce” y por muchas mujeres. (Lc 8, 2-3). Otra vez se afirma que el Evangelio consiste (por lo menos) en la realización del Reino de Dios.

Por tanto, “lo primero que se ha de tener presente, cuando hablamos del Reino de Dios, es que este asunto está en el centro mismo del Evangelio. Hasta el punto de que el Evangelio consiste, en su núcleo más esencial, en la realización del Reino que anunció Jesús”[44].

El Reino de Dios: entusiasmo masivo de los marginados. Para seguir profundizando el tema nuestro autor quiere vincular toda esta perspectiva del Reino de Dios en la situación histórica de Jesús. Para él se trata de descubrir o precisar, qué es lo que aquellas gentes, que escuchaban a Jesús, tenían en sus cabezas cuando Jesús predicaba la cercanía del Reino de Dios. Cabe destacar que sus oyentes tenían una percepción del Reino de Dios ya que aquello generó una gran expectativa y una gran esperanza en sus vidas.

En este sentido, Castillo afirma que la centralidad del Reino de Dios y la centralidad del conflicto son dos datos tan claros, tan insistentemente repetidos, en los evangelios sinópticos. La presencia del Reino de Dios, tal como lo planteó y lo vivió Jesús, provocó dos efectos al mismo tiempo: en la gran masa del pueblo, un entusiasmo desbordante; y en los grupos dirigentes, un rechazo brutal.

Ahora bien, dice Castillo que esto significa obviamente que el mensaje de Jesús sobre el Reino de Dios respondía a algo que ansiaban las gentes más sencillas de aquella sociedad, los débiles del tiempo, puesto que, de no ser así, no hubiera provocado tal entusiasmo; mientras que ese mismo mensaje tenía que ser algo que inquietaba, ponía nerviosos y hasta irritaba a los grupos y personas más consideradas, mejor vistas y, en ese sentido, más instaladas en el sistema religioso del pueblo judío, es decir, a las gentes más identificadas con la religión establecida, tal como aquella religión era interpretada y vivida en la primera mitad del siglo primero. El problema, por tanto, no estaba en que Jesús anunciará que llegaba el Reino. El problema se planteó, y se convirtió en conflicto mortal, cuando Jesús se puso a explicar cómo entendía él en qué consiste el Reino de Dios y cómo hay que vivir para entrar en ese Reino.

Es por eso que, según Castillo, en los evangelios sinópticos se repite insistentemente que, en cuanto Jesús se puso a decir que se acercaba el Reino de Dios, aquello produjo, en la gente o, si se quiere, en la masa del pueblo, un entusiasmo masivo. Su fama se extendió enseguida por todas partes, llegando a toda la comarca circundante de Galilea (Mc 1,28; Mt 9,26; Lc 4,14). En todo caso, “lo que está claro es que los evangelios quieren destacar el interés y hasta la impresión generalizada que causó, no ya sólo la persona de Jesús, sino, más concretamente, su enseñanza sobre el Reino, ya que eso es lo que se dice en los textos”[45].

De esta manera para Castillo es importante plantearse la pregunta: ¿quiénes se entusiasmaron por el anuncio del Reino?. O con mejor precisión, cuando se habla de las muchedumbres en los evangelios a ¿qué clase de gente se refiere?.

Nuestro autor argumenta haciendo un análisis de los términos griegos utilizados en los textos evangélicos.

En este sentido, ve como el Evangelio de Marcos empieza el discurso de las parábolas del Reino (Mc 4,11.26.30) diciendo que se reunió un “gentío enorme”(óchlos pleístos). Y Lucas presenta a Jesús como el predicador del Reino justamente cuando dice que “las gentes” (oí óchloi) lo buscaban y querían retenerlo. También “el gentío”(óchlou polloú) es el que escucha las parábolas del Reino (Lc 8, 4); y a las “gentes”(óchloi) les habla Jesús del Reino de Dios. Por eso, “según creo el sustantivo óchlos es el término que se repite con más frecuencia, en los evangelios sinópticos, cuando hablan de la multitud, el pueblo o el gentío, que se reúne en torno a Jesús”[46].

De esta manera Castillo dice que está fuera de duda, pues, que fue el “gentío” (la muchedumbre) el que acogió, positivamente entusiasmado, el mensaje del Reino. El origen del sustantivo óchlos, en el griego clásico significa la “muchedumbre del pueblo” o el “gentío”, en contraposición especialmente a los nobles o a la clase superior.

Es “la masa carente de orientación y caudillaje, la plebe carente de significado político e intelectual”[47]. En los LXX, se expresa con esta palabra la “multitud del pueblo” (Dan 3,4) o el “tropel de gente” (Dn 10,6). Por eso, cuando los evangelios hablan de la gente, la mayoría de las veces designan la multitud desorganizada de gentes, que vienen para oír a Juan Bautista o a Jesús, o esperan de éste la curación. De allí que Castillo afirma que Jesús dirige su palabra y su misericordia precisamente a esos seres humanos que no tienen ninguna cualidad especial.

El Conflicto entre el Reino de Dios y los enemigos de la Vida. Castillo muestra otro grupo de seres humanos que la predicación y la praxis del Reino de Dios no les fue de mucho entusiasmo, sino que se sintieron interpelados y hasta amenazados ante tal propuesta.

De igual forma nos ha dicho Castillo que dichas personas estaban vinculadas al sistema religioso vigente de su tiempo, por eso nuestro autor profundiza más en lo que estos judíos esperaban con la llegada del Reino de Dios, o mejor dicho ¿Cómo tenía que realizarse este Reino? ¿Qué condiciones se exigía como absolutamente necesaria para la venida del Reino?. Y según Castillo es seguro que estos judíos del tiempo de Jesús pensaban que el Reino de Dios tenía que incluir necesariamente el cumplimiento más exacto de la Torá (la ley divina).

Por eso, en este punto concreto, lo que interesa es saber si, a principios del siglo primero, se pensaba ya en que el Reino de Dios vendría cuando el pueblo se sometiera plenamente al “yugo de la ley”.

Para dar una argumentación sólida de esta afirmación, Castillo dice que un testimonio bastante seguro, se trata de los salmos de Salomón, que se encuentran entre los apócrifos del Antiguo Testamento, concretamente en el salmo 17 escrito en los años 63-60 a.C. En éste el tema central es como Yahvé es el único rey de Israel y va a expresar lo que las gentes piadosas y observantes del tiempo de Jesús esperaban cuando pensaban en el Reino de Dios o hablaban de él. La labor del Mesías tendría que ser destructiva contra todo lo que se consideraba como pecado, infidelidad, paganismo. “pues bien, en este contexto de ideas, el v 30 del salmo 17 dice así: Obligará a los pueblos gentiles a servir bajo su yugo; glorificará al Señor de la vista de toda la tierra y purificará a Jerusalén con su santificación, como al principio”[48] Por consiguiente, en la piedad popular se tenía la convicción de que el Reino de Dios se realizaría cuando las gentes se sometieran al “yugo”.

Estas mismas ideas, sigue diciendo Castillo, ya se encuentran en el Libro de los Jubileos, de mediados del siglo II antes de Cristo. “En este libro ( 50, 9- 11), se describe el sábado como “un día del Reino santo eterno”. En otras palabras, la abstinencia sabática de todo trabajo de las ocupaciones de los hijos de los hombres, y una dedicación al culto por medio de ofrendas de incienso y de dones y sacrificios en el santuario, simbolizan y logran místicamente el Reino de Dios”[49].

Es decir, el sometimiento a lo que Dios manda era considerado, como la condición indispensable para lograr el Reino de Dios en la tierra.

Por lo tanto, resume Castillo, es seguro que los judíos contemporáneos de Jesús, especialmente los escribas y fariseos, esperaban la venida del Reino de Dios cuando el pueblo se sometiera al yugo de la ley. Al pueblo se le enseñaba que el Reino vendría cuando todos se sometieran al yugo de las observancias legales. Y eso significa que la esperanza que las gentes de aquel pueblo podían tener, estaba condicionada fundamentalmente por la idea de un sometimiento incondicional a “los fardos pesados que cargaban en las espaldas. Y con eso, aquellos presuntos dirigentes, en realidad, lo que hacían era cerrar a los hombres el Reino de Dios”[50].

La Religión cuando se práctica como poder pierde su relación con el Reino de Dios. Lo explicado anteriormente nos da la pauta para entender, según Castillo, la realidad “de los hombres religión” del tiempo de Jesús que van hacer enemigos del Reino de Dios. En este sentido, para Castillo los “hombres de la religión” vieron claramente que lo que allí estaba en juego era su poder: el poder religioso (localizado en el templo) y el poder político (localizado en la nación). Sencillamente, aquellos hombres se dieron cuenta de que la fe en Jesús desestabilizaba la sociedad que ellos habían montado. Porque, en el fondo, lo que Jesús ponía en cuestión era la religión como poder. Se trata de que “cuando la religión se entiende y se interpreta como poder; y, sobre todo, cuando la religión se practica como poder, inevitablemente la religión entra en conflicto con el Reino de Dios.

Porque, en ese caso, la religión se antepone a la vida, hasta exigir el sacrifico de la vida misma con tal de salvar y asegurar la integridad de la religión”[51]. “Si digo estas cosas, es porque habría que estar ciegos para no darse cuenta de que, en última instancia, la relación entre religión y poder es la razón que explica el conflicto que provocó el anuncio del Reino de Dios, tal como lo presentó Jesús y, sobre todo, tal como lo vivió. Ya expliqué cómo y hasta qué punto los dirigentes esperaban la venida del Reino de Dios como el yugo de la ley, que tenía que aceptar el pueblo y al que se tenía que someter la gente”[52].

Ahora bien, estando así las cosas, sigue diciendo Castillo, se comprende el entusiasmo que provocó en el pueblo el anuncio del Reino de Dios, sobre todo cuando la gente se dio cuenta de que el Reino no venía como un yugo al que había que someterse, sino que era todo lo contrario. Es decir, “el Reino no era ley, sino vida”[53]. Y eso, justamente, es lo que explica también la oposición y el enfrentamiento de los “hombres de la religión”: ellos eran los “hombres de la ley” porque la ley era su instrumento de poder.

Para comprender lo que ésto implicaba, dice Castillo, conviene recordar algo que resulta obvio: “la religión, por el hecho mismo de representar a la autoridad divina, es interiorizada por los fieles como una instancia suprema y última, es decir, como poder supremo”[54]; “la religión representa un poder que llega donde nadie puede llegar y toca donde nadie puede tocar: en la intimidad secreta de la conciencia, o sea allí donde cada cual se ve así mismo como una persona digna y respetable o, por lo contrario, como perdido y un indeseable”[55]. Los dirigentes religiosos, dice Castillo, se basaban normalmente en argumentos divinos, con los cuales justificaban el valor insustituible de la ley como mediación necesaria de la voluntad de Dios. En por eso que su discurso era casi siempre el mismo: lo que ellos quieren es que se haga lo que Dios quiere. Sin duda alguna, continua Castillo, aquí está el punto clave de la conciencia que tenía de sí mismos los escribas y fariseos, que se enfrentaron a Jesús, precisamente porque quebrantaba la ley. O más exactamente, porque presentaba el Reino de Dios, no como sometimientos a la ley, sino como fuente de vida.

En esta misma línea, Castillo nos dice que los escribas y fariseos sabían perfectamente lo primero que cualquier judío sabía de memoria: el primer precepto de la ley y el más importante de todos los mandamientos el amor, ante todo a Dios, y, justamente con eso, el amor al prójimo. Lógicamente, “que si querían sinceramente que el pueblo se sometiera a la ley, en lo primero que tenían que haber insistido era en esto: practicar el amor por encima de todas las cosas, ya que en eso, como consta por los evangelios y era un principio ético fundamental del judaísmo, se resumía toda ley y los profetas”[56]. Sin duda alguna, lo que de verdad les interesaba era imponer su propio criterio, su propia norma, su propia verdad.

Escribas y fariseos eran, no sólo colaboradores íntimos de quienes ejercían este poder totalitario, sino, sobre todo, quienes lo legitimaban ante el pueblo. Pues bien, en esta situación, “se comprende que los intereses reales de escribas y fariseos no estaban ni en la observancia de la ley ni en el servicio divino, sino en que el pueblo se sometiera a lo que ellos enseñaban y a lo que ellos decidían”[57].

Es decir, lo que de verdad les importaba es que la gente se les sometiera. Se trataba de una cuestión de poder, no un problema de fidelidad a Dios. “Escribas y fariseos no pudieron ver en Jesús sino el enemigo mortal que tiraba por tierra sus aspiraciones de poder. Aspiraciones enmascaradas de fidelidad a Dios, de religiosidad dignísima y de obediencia a la ley. Pero, en realidad, apetencias de imponerse y mandar sobre un pueblo indefenso al que le habían lavado el cerebro con sus elucubraciones religiosas y sus teologías”[58].

Así, afirma Castillo el problema del poder viene a ser la clave que explica el enfrentamiento de los escribas con Jesús, desde el comienzo al fin de su vida pública. “El poder de Jesús es el poder liberador, que devuelve la integridad de la vida al que la tiene limitada; el poder que restituye la dignidad al que es tenido por un pecador; el poder que se comunica a los discípulos “para expulsar demonios” y “para curar enfermedades”. Es decir, la exousía de Jesús es un poder exclusivamente al servicio de la vida”[59]. Es la “autoridad” que caracteriza a los que anuncian el Reino de Dios. “Mientras que el “poder” de los que se enfrentan a Jesús es el poder asociado a “las tinieblas” porque es amenaza de muerte y condena a muerte”[60]. Por tanto, Castillo dice que toda pretensión de situarse por encima de los demás incapacita radicalmente para entender y vivir el Reino de Dios. Y esto quiere decir que tal pretensión hace imposible encontrar al Dios de la vida y relacionarse con él.

La no Solidaridad y el Sentido de Superioridad incapacitan para vivir el Reino de Dios. Todavía hay una advertencia muy importante en todo lo que nuestro autor nos ha venido diciendo. Según él, se trata que toda pretensión de situarse sobre los demás (o sobre cualquier persona) incapacita radicalmente para entender o vivir el Reino de Dios. Y ésto quiere decir que tal pretensión hace imposible encontrar al Dios de la vida y relacionarse con él.

De esta manera Castillo afirma que ya en los evangelios sinópticos se marca que hay dos clases de personas que no entran en el Reino de Dios: Los que no se hacen como niños (Mc 10,15; Mt 18,3; Lc 18, 17); y los ricos ( Mc 10,25; Mt 19, 23-24; Lc 18, 24-25).. Es necesario caer en la cuenta de por qué establecen los evangelios una relación tan decisiva entre “hacerse como niños” y “entrar en el Reino de Dios”.

Para Castillo todo parte de una experiencia concreta. La pretensión que tenían los discípulos de Jesús de ser cada uno más importante que los otros o de situarse delante de los demás. Los textos que hablan de este problema son abundantes (Mc 9,34; 10, 37. cf. 41; Mt 18,1; 1, 20. cf.24; Lc 9, 46; 22, 24). Esta pretensión de los discípulos se ha interpretado como ambición que incapacita para el seguimiento de Jesús. Pero parece que hay algo previo a todo eso y que es lo más fundamental para hacer una correcta lectura y comprender, no ya sólo esta pretensión de los discípulos, sino el significado entero de la vida y el mensaje de Jesús. “Me refiero a lo que representaban, en la sociedad judía del siglo primero, el honor y la dignidad de las personas, por una parte, y la afrenta o indignidad (vergüenza), por otra”. [61]

Para Castillo la clave para entender mejor esto es lo que los estudios de sociología y antropología cultural en relación al Nuevo Testamento han aportado en estos últimos veintes años. Estos estudios han demostrado que, mientras en nuestras sociedades actuales, la institución social en la que se centran los intereses y la atención de la mayor parte de los ciudadanos es la economía, en las sociedades mediterráneas del siglo primero, el valor determinante era el honor.

“En la sociedad del tiempo de Jesús se experimentaba, con más fuerza que ahora, lo que muchas personas quieren decir cuando afirman: “pobres, pero honrados”. Para los contemporáneos de Jesús, sin duda, lo que más importaba era el honor”[62].

Es decir, la reclamación del propio valor junto con el reconocimiento social de ese valor. El honor puede ser “asignado” o “adquirido”. El honor asignado es el que un individuo tiene por ser quien es, por tener tal apellido o haber nacido en tal familia. El honor adquirido es el reconocimiento social del valor que una persona adquiere por superar a otros en la interacción social, lo que lleva consigo inevitablemente el “desafío” y la consiguiente “respuesta”. Es por eso dice Castillo que es evidente que eso de que en el Reino de Dios sólo pueden entrar los que se hacen como niños era algo cargado de una significación y de unas consecuencias en las que nosotros difícilmente podemos caer en la cuenta.

Lo más fuerte, sigue diciendo Castillo, era lo que representaba el niño en aquel contexto cultural y social. En la sociedad en que vivió Jesús, hablar de “niños” era hablar de derechos. Es decir, no se trataba de actitudes interiores, inclinaciones o preferencias, sino de una situación, estructuralmente establecida, en la que había seres humanos que carecían de todo derecho. En efecto, “sabemos que los niños pequeños, en tiempos de Jesús, sobre todo si eran niñas, en las sociedades mediterráneas del siglo primero, podían ser abandonados por sus padres y eran recogidos de los basureros para ser criados como esclavos”. En cualquier caso, es seguro que, en aquel tiempo, “para un adulto era insultante ser comparado con un niño”.

Porque “en la Palestina del tiempo de Jesús, el niño era un ser débil, sin pretensiones, cuya humildad era más social que subjetiva; no tenía nada que decir en la sociedad y debía limitarse a obedecer las órdenes que se le daban”[63]. Por eso según Castillo esto quiere decir que quien pretende situarse por encima de alguien, ser considerado más que otros, gozar de privilegios que no tienen los demás y las actitudes que, en general, van en esa dirección, tal persona está radicalmente incapacitada para entender lo que significa el Reino de Dios y entrar en él. “El que va por la vida con pretensiones de situarse por encima de quien sea, aunque haga eso porque se imagina que así propaga o defiende el Reino de Dios, en realidad, lo que hace es incapacitarse para encontrar a Dios y relacionarse con Él”[64].

Porque hay algo mucho más serio. Se trata de derechos. Y, por tanto, de estructuras. Es decir, “para entrar en el Reino es “hacerse como niños”, eso significa que quien organiza la vida y las instituciones de manera que, de hecho y en la práctica de todos los días, a unas personas dominan a otras y “estructuralmente” se imponen por encima de otros, aunque digan que hacen eso por “servir a los demás”, en realidad, lo que hacen es incapacitarse para realizar, en esta vida, el Reino de Dios”[65]. Por tanto, Castillo afirma que todo el secreto de la cuestión está en comprender la relación que existe entre el Reino de Dios y la vida. Pues bien, si el Reino de Dios es (antes que cualquier otra cosa) defender la vida, potenciar la vida, dignificar la vida y hasta lograr el disfrute de la vida, entonces todo queda claro cuando caemos en la cuenta de que todas las agresiones contra la vida provienen de la pretensión de situarse unos por encima de otros.

Ahora Castillo analiza también la relación entre los ricos y el Reino. Según los evangelios sinópticos, es imposible que un rico entre el Reino de Dios. “La idea que se quiere trasmitir en estos pasajes está, según creo, bastante clara: el que retiene bienes, que son indispensables para que otros puedan vivir dignamente, se incapacita de manera radical, incluso ridícula, para entrar en el Reino de Dios”[66].

Siguiendo esta línea de argumentación Castillo lo que quiere afirmar es que si el Reino de Dios es, antes que ninguna otra cosa, la defensa de la vida, la dignificación de la vida, y hasta el disfrute de la vida, es evidente que grupos y personas que acaparan lo que a la mayoría de la humanidad le es indispensable para poder subsistir, tales grupos y personas no pueden de ninguna manera entrar en el Reino. “Entonces si tomamos en serio que, efectivamente, el Reino de Dios se hace presente y se realiza, ante todo, en esta vida y, por tanto, allí donde se juega la vida o la muerte de los seres humanos, entonces se comprende por qué los ricos no pueden entrar en el Reino de Dios”[67]. Ricos son los que retinen lo que otros necesitan para no morirse de hambre. Y también los que no sueltan lo que a otros les hace falta para llevar una vida digna.

Por consiguiente, para Castillo queda claro que hay dos grupos de persona que se incapacitan para poder entrar en el Reino de Dios. Se trata, en primer lugar, de los que se niegan aceptar el Reino de Dios como niños. Y, en segundo lugar, los ricos. Significando todo esto lo siguiente: “No pueden encontrar al Dios de Jesús “los que se niegan a aceptar el Reino de Dios como niños”, es decir, los que (de la manera que sea) pretenden situarse por encima de los demás, dominar y someter a quien sea, utilizar una forma de poder que oprime, humilla o simplemente falta al respeto a algún ser humano. Tampoco pueden encontrar al Dios de Jesús “los ricos”, es decir, los que retienen lo que otras personas, otros países y otros pueblos necesitan para no morirse de hambre o sencillamente para vivir con dignidad”[68].

Las Parábolas nos dicen lo más profundo sobre el Reino de Dios: está dónde se defiende la vida. Vistas así las cosas, se comprende mejor la apasionante actualidad que entraña el mensaje de Jesús sobre el Reino de Dios. Sin embargo decir que el Reino de Dios se hace presente donde se defiende la vida, se dignifica la vida, incluso donde se consigue el disfrute de la vida, sin duda alguna, en una cosa importante y hasta seguramente decisiva. Pero todo esto puede resultar una afirmación demasiado genérica y hasta posiblemente trivial. En ese sentido, Castillo quiere profundizar más en el tema y ahora desde el género literario de las Parábolas.

Este fue un recurso de Jesús para tratar de explicar con mayor claridad qué significaba para él lo del Reino de Dios. En cierto sentido, es una forma original de enseñanza de Jesús con las cuales quiere mostrar toda la significación y las consecuencias insospechadas que el Reino de Dios tenía para la vida. “Con esto quiero decir que, para comprender mejor el mensaje del Reino, es indispensable comprender previamente el mensaje de las parábolas. Y esto, no sólo porque las parábolas añadan “algo más” o sea un complemento necesario a la enseñanza general de los evangelios, sino ante todo porque precisamente en las parábolas es donde se encuentra el significado más profundo y, por supuesto, el más sorprendente sobre lo que representa el Reino de Dios para los seres humanos”[69].

Para continuar con esta reflexión sobre el discurso parabólico, nuestro autor nos hace una aclaración importante. El centro de interés para él no es el explicar todas las parábolas evangélicas, sino que pretende analizar lo que las parábolas aportan a la relación Reino de Dios y la vida. De esta manara él nos dice que el primer problema a resolver al estudiar las parábolas es sí Jesús con ellas pretendió “revelar” lo que significa el Reino de Dios o, más bien “ocultarlo”. Lo más aceptable en este planteamiento para Castillo está en estas dos cosas: 1) que las parábolas tienen, al mismo tiempo, un sentido revelador y encubridor. Es decir, aclaran, para unas personas, lo que significa el Reino; y ocultan, para otras, ese significado. Más en concreto, las parábolas revelan lo que Jesús quiere decir, cuando se está en el “secreto del Reino”, pero ocultan el mensaje evangélico, cuando se está enfrentado a Jesús, como se ve claramente en la parábola de los viñadores homicidas.

2) que las parábolas se pronunciaron en un contexto polémico. De manera que, para entender el mensaje de las parábolas, es decisivo tener presente este contexto. Lo que ocurre es que en esto está precisamente uno de los problemas más difíciles que se plantea a la interpretación de las parábolas, tal como han llegado hasta nosotros. Porque se pronunciaron en un contexto de enfrentamiento, el enfrentamiento de Jesús con los dirigentes judíos, pero se redactaron bastantes años después, cuando ya ese enfrentamiento no existía o existía de una manera muy distinta. Y, entonces, ocurrió lo siguiente: lo que originalmente fue la respuesta a una situación de conflicto, más tarde se interpretó como exhortación a la práctica del bien. De ahí que, desde este punto de vista, no me parece que sea exagerado afirmar que las parábolas siguen siendo revelación para unos y ocultamiento para otros[70].

Las parábolas expresan preferentemente situaciones de lucha; se trata también de justificación, de defensa, de ataque, incluso de desafío; las parábolas son armas de combate. Por eso, Castillo dice que precisamente sólo a partir de la comprensión del Reino de Dios, es como se ha dado el último paso en la interpretación de las parábolas.

“Las parábolas nos dicen algo nuevo, que no se puede decir sino mediante tales parábolas. Las parábolas no son una mera añadidura o una ampliación al significado del Reino de Dios, tal como lo presenta la predicación general y la actividad de Jesús. Las parábolas nos dicen lo más profundo que se puede decir sobre el Reino, algo que no se podría decir sino mediante las metáforas que, de hecho, son las parábolas”[71].

Hechas estas primeras aclaraciones entonces nuestro autor quiere explicar eso nuevo que se nos marcan en las parábolas. La mayor parte de las parábolas cuentan una historia que se refiere a la vida diaria. Pero cuentan esa historia de tal manera que, en el relato mismo, se produce un corte con lo normal, lo cotidiano. Ese corte se presenta de tal forma que, en el relato, se da “un elemento de sorpresa o de estupor, de lo extraordinario”[72], que rebasa el realismo predominante y llega a otra dimensión de la realidad, a la dimensión estrictamente humana. “Es precisamente en este corte problemático entre las historias de lo ordinario y lo extraordinario, de lo real y lo posible, donde está la clave para entender lo que la parábola nos quiere decir. Y esto es así porque el corte indicado es lo que hace posible y lo que provoca que el contenido de la parábola pase a la existencia del oyente”[73].

En este sentido Castillo sigue diciendo que lo que las parábolas ponen de manifiesto y hacen patente es que lo que tendría que ser lo normal en la vida, nos resulta extravagante. Y lo que tendría que ser cotidiano, ha venido a parecernos sorprendente. “Quiero decir: los seres humanos hemos “organizado” la vida de tal manera que nos resulta extravagante que un padre monte una fiesta por todo lo alto para celebrar la vuelta del hijo, y que se alegre más por recuperar el cariño de su hijo que por los trabajos que, con mentalidad de jornalero, le hace el hermano mayor”[74].

El Reino de Dios, precisamente porque es la defensa de la vida y de los instintos básicos de la vida, justamente por eso, viene a poner en cuestión y a revolucionar los usos y hábitos que nosotros hemos asumido como lo “normal” en la vida, pero que, de hecho, son agresiones constantes que cometemos sin darnos cuenta, todos los días y a todas horas, contra la vida. Y, en ese sentido y por eso mismo, dice nuestro autor, el Reino de Dios es contraste incesante con la realidad cotidiana que nos rodea y a la que nos hemos habituado, hasta ver semejante realidad como lo que tiene que ser. Y, entonces, “el Reino es el gran relato, la gran metáfora, que apunta, no a lo que es, ni a lo que nosotros imaginamos como lo que tiene que ser, sino a lo que tendría que ser la vida, si es que queremos que sea verdaderamente humana”[75].

Desde esta perspectiva, Castillo aclara los puntos novedosos que nos dan las parábolas. Para él la primera cosa que las parábolas distorsionan o invierten, es decir, la primera cosa que nos cambian, de manera bastante radical, es la “imagen” de Dios. “Lo que cambian es la imagen que, en la vida normal del común de la gente, se suele tener sobre Dios”[76]. Si algo distorsionan las parábolas de Jesús, es, ante todo, la imagen convencional de Dios, que había en la sociedad de aquel tiempo.

En este sentido para Castillo tres son los puntos de novedad que nos dan las parábolas.

El Dios que amenaza. Concretamente, lo primero que tiran por tierra las parábolas es la imagen del Dios que “amenaza”, el Dios que da miedo, porque es el Dios que va a pedir cuentas, exigiendo que cada uno rinda según los “talentos” que ha recibido. Esto se marca en la famosa parábola de los talentos que los evangelios nos marcan (Mt 5, 14-30; Lc 19, 11-27). Pero en lo que nadie piensa es en que la perdición del que recibió un talento se produjo exactamente porque tuvo miedo (Mt 25, 25; Lc19,11). Y tuvo ese miedo porque la idea, que había en su cabeza sobre el dueño de los talentos, es que es “un hombre duro, que siega donde no siembra y recoge donde no esparce” (Mt 25,24; cf Lc 19,21). Es decir, la clave de la parábola está en comprender que el Dios que asusta y produce angustia, el Dios exigente y amenazante, paraliza la persona, bloquea sus posibilidades, su creatividad, su capacidad de producir. Y todo esto, en definitiva, termina por ser la perdición para el que cree en semejante Dios.

El Dios que rechaza al perdido. En segundo lugar, las parábolas también acaban con la imagen del Dios que rechaza al “perdido”, sobre todo al que se ha perdido por culpa propia. Sin Duda alguna, el Dios en el que creían los escribas y fariseos no tiene nada que ver con el Dios del que habla Jesús. Se trata de dos imágenes de Dios que se contraponen y se excluyen mutuamente. Porque el Dios de los líderes de la religión oficial no tolera al perdido, mientras que el Dios de Jesús no puede pasar sin el perdido, de manera que toda su alegría está precisamente en encontrar al extraviado. Esto se marca sobre todo en las tres parábolas con las que Jesús responde al sentirse criticado por sus adversarios. A saber: la oveja perdida ( Lc 15, 47), la moneda perdida ( Lc 15, 8-10) y el hijo pródigo ( Lc 15, 11-32).

El Dios que paga según los méritos de cada uno. En tercer lugar, las parábolas también acaban con la imagen del Dios que paga según los “méritos” de cada cual. Es la enseñanza clave que presenta la parábola de los jornaleros (Mt 20, 1-15). Sencillamente, se trata de que, en este mundo, a cada cual se le paga (y se le tiene que pagar) de acuerdo con los méritos que se ha ganado, según lo que ha rendido. Y la extravagancia de la parábola está en que el Señor de la viña no actúa según el criterio de pagar a cada cual según sus méritos, sino de acuerdo con el principio de relacionarse con todo ser humano a partir de la generosidad. Jesús viene a decir, con esta historia, que el mundo tiene que ser transformado milagrosamente a la luz del amor. Dios no se relaciona con los seres humanos según el principio calculador de los méritos de cada uno, sino desde el principio desconcertante de la bondad que no anda calculando lo que a cada cual le corresponde[77].

La conclusión que se desprende, según Castillo, de las parábolas es que el Dios del que hablaba Jesús es un Dios que tiene muy poco que ver con el Dios del que suele hablar la gente que, a todas horas, está hablando de Dios. El Dios del que hablaba Jesús es un Dios que apenas se parece al Dios que, con demasiada frecuencias, suelen ofrecer, en su normal discurso, muchos hombres de la religión. Dios quiere, antes que ninguna otra cosa, que cambiemos radicalmente nuestra manera de entender la sociedad y las preferencias que normalmente hemos asimilado como lo que tiene que ser. “Y es que, en definitiva, el mensaje de Jesús sobre el Reino es la subversión más radical de lo que, en la vida normal, nos parece intocable”[78]. “Las parábolas del Evangelio enseñan una manera de pensar y entender el Reino de Dios tan desconcertante que, a mi manera de ver, nos siguen resultando, en unos casos, sencillamente increíble; y en otros, algo que no se puede ni admitir ni tolerar.

Las parábolas se empiezan a comprender en la medida en que se empiezan a vivir. Porque nos cambian, la imagen que solemos tener de Dios, la forma de entender la religión, los criterios de la moral convencional y las convicciones que alimentamos sobre el orden social establecido”[79].

EL REINO DE DIOS EXCLUYE TODA SELECTIVIDAD

Como momento final de toda esta línea de reflexión, ahora Castillo quiere presentar todo ésto del Reino de Dios en perspectiva de los últimos y marginados. Anteriormente ya nos ha argumentado que el Reino de Dios, interprete como se interprete y siendo fiel al espíritu del evangelio, tiene que ver con aquellos que no son tomados en cuenta en la sociedad, es decir anda asociado a los estratos bajos de la sociedad.

Castillo nos ha presentado por un lado como aquellos que entran al Reino de Dios son los que se hacen como niños, es decir aquellos que no se ponen por encima de los demás. Luego nos presentó, siempre desde la reflexión evangélica, que los ricos tampoco pueden entrar en el Reino de Dios porque retienen para así lo que a otros les falta para una vida digna, es decir no se abren al compartir y la solidaridad.

Y en toda la reflexión de las parábolas nos introdujo en la novedad profunda del Reino de Dios anunciado por Jesús que pasa por una imagen distinta de Dios, en la que los últimos son los preferidos de Dios; son los que son integrados a su amor de Padre; los que son invitados al banquete de bodas, al hijo que se pierde este Dios, por ser un Padre, le hace una fiesta y le devuelve dignidad etc. Por tanto, Castillo nos dice que por sobre todo tenemos que caer en la cuenta que el Reino de Dios excluye toda selectividad. Es decir el Reino de Dios no es para selectos, sino que tiene que ver con esa muchedumbre de gente que era marginada y vista como la siempre sospechosa, los nadies.

Eso se entiende mejor, según nuestro autor al profundizar el término griego que los evangelios utilizan para designar la muchedumbre de gente que seguía a Jesús y que representan a lo que se llama pueblo. En ese sentido el Nuevo Testamento utiliza óchlos que aparece 174 veces. Se trata de la palabra más repetida en el Nuevo Testamento para hablar del “pueblo”, y es el sustantivo que menos ha interesado a exegetas y teólogos. Generalmente cuando la teología se ocupa del pueblo, normalmente habla de un concepto teológico, a saber: el pueblo de Dios. Se trata, entonces, del pueblo elegido y, por tanto, del pueblo escogido y preferido, pueblo santificado por Dios. “Es claro que esto mismo está diciendo que el concepto teológico del pueblo de Dios es lo que interesa en teología, mientras que el hecho sociológico del pueblo ha interesado menos a los teólogos en líneas generales y cuando se trata de analizar los textos evangélicos, es fundamental prestar la debida atención a lo que nos dicen cuando hablan del pueblo”[80].

En ese sentido dirá Castillo que los traductores de los evangelios, cuando se encuentran con la palabra óchlos, suelen entenderla como “multitud”, “masa” o “muchedumbre”.

Es decir, se pone el acento en la “cantidad”, no precisamente en la “clase” de personas que se acercaban a Jesús y que se agolpaban junto a él para escucharle. Sin embargo, “lo más importante aquí es recordar que el término óchlos, expresa la idea de “multitud”, “turba” o “masa” de gente.

Pero, sin duda alguna, no se refiere sólo a la cantidad de personas, sino sobre todo a la condición social de esas personas”[81]. Más en concreto dice Castillo, óchlos se entiende, en el griego clásico, no sólo como “pueblo”, en contraposición a la persona singular, sino de manera más específica se refiere a la multitud del “vulgo”, en cuanto distinta del aristócrata y de la clase dirigente política o cultural. En este sentido, esta palabra sirve para definir a la “gente anónima”, la “plebe”, frente a las clases superiores y a las diversas autoridades. Se trata sencillamente de la “masa privada de finalidad y dirección, la plebe sin importancia política o cultural”[82].

Ahora bien, concluye Castillo que si los evangelistas prefirieron esta palabra (óchlos), para referirse a las gentes que acudían a Jesús andaba, sin duda alguna, eso no ocurrió por casualidad. Es sin duda alguna, un contenido teológico central del mensaje que las primeras comunidades cristianas nos quisieron transmitir. En este caso, lo sociológico es un elemento constitutivo del mensaje teológico del Evangelio.

Para hacerse una idea de todo lo que esto representaba, concretamente por lo que respecta al “pueblo” (óchlos), según nuestro autor dice que no sólo se trata de que eran los últimos, no sólo por su ínfima condición socio-económica, sino también por situación cultural. “En vida de Jesús, lo que sabemos del óchlos es que era gente que desconocía la ley. O sea, ni sabían leer, ni parece que aprendieran de memoria la Torá. Por eso no es de extrañar que la palabra “escuela” no aparece nunca en el Nuevo Testamento”[83].

De esa manera la situación religiosa, sigue diciendo Castillo los dividía en dos categorías de personas radicalmente contrapuestas. Estaba, por una parte, el haber, el hombre puro, el intachable; por otra parte, el `am-ha`ares, el impuro, el contaminado. “Esto quiere decir que todos los que, en aquella sociedad, no se sometían escrupulosamente, hasta el último detalle, a las mil interpretaciones que los estudiosos de la Torá daban sobre cada punto de la ley, eran tenidos por gente despreciable y se veían marginados y rechazados hasta el extremo de no gozar de los mismos derechos que los ciudadanos considerados como normales”[84]. Por supuesto, en la categoría de los impuros y despreciables, los `am-ha`ares, se veían los incultos e ignorantes. Por eso, “los estudiosos de los evangelios tienen toda la razón del mundo cuando nos hacen caer en la cuenta de que, en la sociedad del tiempo de Jesús, óchlos y `am-ha`ares eran palabras que incluían, de hecho, a las mismas personas”[85].

En resumen dice Castillo que cuando los evangelios nos dicen insistentemente que el “pueblo”(la “multitud”) se acercaba a Jesús para escucharle; cuando los mismo evangelio repiten que Jesús acogía a aquellas gentes y les dedicaba su tiempo, su palabra y sus preocupaciones, lo que se nos dice es que Jesús entendió su misión como un destino necesariamente vinculado a la situación, no sólo de los pobres, sino demás (lo que es más fuerte) de los miserables, los ignorantes y los malditos por parte de la religión establecida.

Más aún, todo esto quiere decir, en definitiva, que el mensaje de Jesús resulta un mensaje sencillamente ininteligible si se desvincula del hecho básico que los evangelios repiten una y otra vez: “que quienes entendieron aquel mensaje, y se entusiasmaron con él, fueron precisamente las gentes de más baja condición económica, cultural y religiosa. No cabe duda: con lo dicho hasta ahora, ya tenemos datos más que sobrados para afirmar que el mensaje del Reino, tal como aparece en los evangelios, no es para selectos”[86].

Pero todo esto nos quiere lanzar, dice Castillo a una perspectiva distinta de lo que entendemos por seguimiento de Jesús. En los evangelios se habla del seguimiento de Jesús más veces referido al pueblo que como característica de los discípulos. Si nos atenemos a lo que dicen los evangelios, el seguimiento de Jesús no fue una experiencia o una exigencia reservada sólo a un grupo de selectos, los discípulos.

No se puede restringir sólo a los discípulos y menos aún únicamente a los doce. “Y es que probablemente somos bastantes los teólogos que tenemos la idea (más o menos indefinida) de que lo de Dios es asunto de selectos, de manera que sólo los escogidos, los elegidos y preferidos son los que de verdad se relacionan con ese Dios que, tal como nosotros lo presentamos, es un Señor que tiene sus preferencias, en las que no parece que entre la gente a secas, el pueblo anónimo y menos aún la gente indeseable de la que con frecuencia nos quejamos por lo perdida que anda del extravío en que vive”[87].

En efecto, si se quiere entender correctamente lo que significa seguir a Jesús, lo primero que se ha de tener en cuenta, dice Castillo, es la relación entre seguimiento y Reino de Dios. Antes de llamar a los discípulos y a la gente para que le siguieran, Jesús ya había presentado su programa. Porque, desde el primer momento, no hacía otra cosa que hablar del Reino de Dios y poner en práctica lo que con eso quería decir: dar vida, curar todo achaque y enfermedad, dignificar a las personas.

En definitiva se trata de que “el seguimiento de Jesús sólo se puede entender cuando se interpreta a partir del proyecto del Reino y como respuesta a lo que significa y exige el Reino de Dios”[88]. Esto porque el evangelio, cuyo centro es el proyecto del Reino de Dios, no es un mensaje para selectos.

Aceptar el Reino de Dios y, por tanto, el seguimiento de Jesús es lo mismo que renunciar a todo posible elitismo, a toda posible selección preferencial, a toda distinción que nos destaque sobre los demás. “Cuando Jesús invita, a quienes quieran seguirle, a que carguen con su cruz esto quiere decir que lo que cualquier oyente de Jesús entendía, al oír hablar de cargar con la cruz era, ni más ni menos, que aceptar ser tenido por uno de tantos desgraciados a los que cualquier día las autoridades romanas podían colgar en una cruz”[89].

Por lo tanto, continua Castillo cargar con la cruz significaba alinearse con los últimos, con el óchlos, el `am-ha`ares, la multitud sin nombre y sin cualificación alguna. No era constituirse en héroe o en ejemplo ni de generosidad ni de nada, sino despojarse de todo signo de distinción y para a ser uno de tantos, perderse entre las pobres gentes sobre las que podía caer la maldición.

El hecho es que el “seguimiento de Jesús” se ha interpretado y se ha vivido como un signo de privilegio y de distinción. De ahí que se haya interpretado y vivido, con bastante frecuencia, como un cualificado elitismo. “El elitismo de los más generosos y esforzados, de los que se consideran a sí mismos como los preferidos y, los más cercanos al ideal perfecto”[90].

Lo importante es, según Castillo caer en la cuenta de que se comprende que Jesús tenía que presentar las exigencias del seguimiento con radicalismo y crudeza, precisamente a los que no parecían estar dispuestos a ser uno más entre el pueblo. “A los demás, al pueblo sencillo, a la gente sin cultura y sin más aspiración que sobrevivir, Jesús no tenía que darles muchas explicaciones. Aquellas pobres gentes, sólo por vivir como vivían, ya estaban en el camino que vino a trazar Jesús”[91].
[1] Jon Sobrino, Jesucristo Liberador, Lectura histórica teológica de Jesús de Nazaret, UCA editores, San Salvador, 1991, p. 121.
[2] Ibid., p. 123
[3] Ibid., p. 124
[4] Ibid., p. 125
[5] Ibid., p. 127.
[6] Ibid., p. 128.
[7] Ibid., p. 128
[8] Ibid., p. 129
[9] Ibid., pp. 129-130
[10] Ibid., p. 132.
[11] Ibid., p. 135.
[12] Ibid., pp.137-142
[13] Ibid., p.143.
[14] Ibid., pp. 146-1147
[15] Ibid., p. 152.
[16] Ibid., p. 159.
[17] Ibid., p.161.
[18] Ibid., p.161.
[19] Ibid., p. 162.
[20] Ibid., p. 164.
[21] Ibid., p. 166.
[22] Ibid., p. 167.
[23] Ibid., pp. 169-170
[24] Ibid., p. 170
[25] Ibid., p. 172.
[26] Ibid., p.172.
[27] Ibid.
[28] Ibid., p.172.
[29] Ibid., p. 174.
[30] Ibid., p. 175.
[31] Ibid., p. 178.
[32] Ibid., p. 180.
[33] Ibid., p. 182.
[34] Ibid., p. 183.
[35] José María Castillo, El Reino de Dios por la vida y la dignidad de los seres humanos, Desclée de Brouwer editores, Bilbao 1999, p. 65
[36] Ibid., p.67.
[37] Ibid., p. 67.
[38] Ibid., p. 72.
[39] Ibid., p. 71.
[40] Ibdi., p. 74.
[41] Ibid., p. 29.
[42] Ibid., p. 30.
[43] Ibid., p. 32.
[44] Ibdi., p. 33.
[45] Ibid., p. 42.
[46] Ibid., p. 44.
[47] Ibid., p. 45.
[48] Ibid., p.57.
[49] Ibid., p. 58.
[50] Ibid., p. 60.
[51] Ibid., p. 106.
[52] Ibid., p. 107.
[53] Ibid., p. 107.
[54] Ibid., p. 108.
[55] Ibid., p. 108.
[56] Ibid., p. 110.
[57] Ibid., p. 113.
[58] Ibid., p. 113.
[59] Ibid., p. 114.
[60] Ibid., p. 115.
[61] Ibid., p.128.
[62] Ibid., p.129
[63] Ibid., p.131.
[64] Ibid., p.132.
[65] Ibid., p.133.
[66] Ibid., p. 134.
[67] Ibid., p. 136.
[68] Ibid., pp. 137-138
[69] Ibid., p. 144.

[70] Ibid., pp.145-146
[71] Ibid., p.150.
[72] Ibid., p.151.
[73] Ibid., p.151.
[74] Ibid., p.152.
[75] Ibid., p. 155.
[76] Ibdi., p.162.
[77] Ibid., pp 162-168
[78] Ibid., p.184.
[79] Ibid., p.189.
[80] Ibid., p.202.
[81] Ibid., p.206
[82] Ibid., p.207.
[83] Ibid., p.210.LZOBWZ
[84] Ibid., p.211.
[85] Ibid., p.211.
[86] Ibid., p.213.
[87] Ibid., p.216.
[88] Ibid., p.218.
[89] Ibdi., p.221.
[90] Ibid., p.222.
[91] Ibi., p.223.